CORRIENDO POR LOS PUERTOS MÍTICOS (XXXI): Grosse Scheidegg, Suiza
Por Jorge González de Matauco para carreraspopulares.com
De Meiringen a Grindelwald. Estos nombres de localidades suizas no serían más que dos simples puntos en el mapa si no los uniera una carretera construida en varias fases entre 1966 y 1979 a través del Grosse Scheidegg, uno de los puertos paisajísticamente más bellos de Europa. Su nombre me remonta inevitablemente a catorce años atrás, cuando participé en el maratón de Jungfrau, que, por aquel entonces, y creo que todavía hoy, se autodenominaba el maratón más bello del mundo. Plana hasta la mitad del recorrido, a partir de Lauterbrunnen la carrera se adentraba en los Alpes berneses hasta finalizar en Kleine Scheidegg, a la sombra de cimas como el Jungfrau, el Mönch y el Eiger. Fue precisamente esta vista de la imponente cara norte del Eiger lo que más me fascinó de la carrera. Escenario de uno de los desafíos más trágicos del deporte de la escalada, la obsesión de los alpinistas por superar la pared condujo, desde 1935, a innumerables historias con desenlace fatal. Sobre algunas de esas tragedias se han escrito libros, como la del austriaco Toni Kurz, los bávaros Max Sedlmayer y Karl Mehringer, los italianos Claudio Corti y Stefano Longhi, el estadounidense John Harlin o los españoles Ernesto Navarro y Alberto Rabadá. Y también sobre Heinrich Harrer, el autor de Siete años en el Tíbet, miembro de la expedición que en 1938 consiguió culminar la escalada de la temida pared. Kleine Scheidegg y Grosse Scheidegg, dos nombres emparentados pero con significados opuestos (grosse significa grande y kleine, pequeño). Pero, sobre todo, dos lugares a superar con la única ayuda de mis piernas.
Tomando Interlaken como centro de operaciones viajo en tren hasta Meiringen (700 metros de altitud). Media hora de apacible recorrido por las orillas del Brienzersee (lago Brienzer) me sitúa en la puerta de la estación de Meiringen, donde echo a correr hacia la derecha topándome enseguida con el museo de Sherlock Holmes y una plaza y una estatua dedicadas al mismo personaje. Aparentemente puede sorprender que Sherlock Holmes y su creador, Arthur Conan Doyle, sean auténticos mitos en Meiringen. Pero la verdad es que aquí, en la cascada Reichenbach, se situó la lucha final de Holmes con su némesis, el profesor Moriarty. Oportunidades de ver cascadas impresionante habrá muchas durante el recorrido. Pronto cruzo un puente sobre el río Aare, enfilo en dirección hacia el Sustenpass y el Grimselpass, otros dos puertos míticos, y permanezco muy atento porque, solo unos cientos de metros después, he de tomar un cruce a la derecha muy mal señalizado y que me sitúa en la estrecha carretera que ya no dejaré hasta el destino final.
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Comienzan los 16 kilómetros de ascensión entre granjas aisladas y praderas, y con algunas vistas sobre Meiringen. Nada significativas si consideramos lo que vendrá después. Un breve tramo sin asfaltar después de más de dos kilómetros concluye en un giro a la derecha para confluir con la Ruta 61, que es la que oficialmente lleva a Grosse Scheidegg. No hay ninguna duda de que estoy en el camino correcto. Y menos aún cuando dejo atrás a un grupo de ciclistas que también se dirigen a la cima. Para el corredor, la subida es dura pero asequible. En esta primera parte no existen rampas desmesuradas y se puede llevar un ritmo de carrera continua. La carretera pasa junto a restaurantes solitarios con nombres como Zwirgi o Kaltenbrunnen, y van surgiendo arroyos y cascadas imponentes que vuelven a hacer recordar a Sherlock Holmes y Moriarty. La carretera entra en una zona de sombra y el frío se convierte en glacial. Estamos a principios de octubre y la helada es ya descomunal. Los bordes de la carretera se visten de blanco y echo de menos unos guantes.
Es en este tramo cuando tiene lugar la primera aparición estelar del Wetterhorn (3.962 metros), el gran protagonista de esta ascensión. Pese a la temperatura, es imposible no emocionarse ante sus dramáticas formas, sus picos quebrados y sus formidables glaciares. La panorámica gana aún más plenitud al alcanzar un falso llano que durante un kilómetro y medio permite disminuir el esfuerzo y concentrarse en disfrutar plenamente del hecho de correr ante semejante espectáculo. Rosenlaui y su coqueto hotel terminan con la bonanza y la carretera vuelve a empinarse. Pronto, otros quinientos metros de plácida llanura conducen al aparcamiento de Schwarzwaldalp y al final de la primera parte de la subida, después de once kilómetros recorridos. Hasta aquí la carretera estaba abierta al tráfico, aunque no pasaban demasiados vehículos. En adelante solo están permitidos los autobuses y sus aparatosos bocinazos, que más parecen dianas militares.
Pero también termina aquí la bonanza de la ruta. Los primeros metros de la continuación poseen tal pendiente que correr se vuelve imposible. Y es solo un aviso. A partir de ahora tocará alternar carrera y marcha. Por fortuna, el Wetterhorn adquiere un rostro más y más bello hasta lucir en todo su esplendor. Al otro lado, montañas nevadas cuyos nombres no consigo identificar se elevan por encima de colinas y pastos. El paisaje es realmente sobrecogedor y, tras dejar atrás un bosque de pinos, ya no habrá obstáculo ninguno para disfrutarlo. Sí, quizás un obstáculo sea que la carretera está cada vez más congelada y, por precaución, se hace preciso salir a los bordes, que resbalan mucho menos. Una pintada sobre el infierno precede al último kilómetro. ¿Por qué será que todos los puertos duros y míticos acaban recordando al infierno?
En la cima, a 1.962 metros de altitud, el panorama es inigualable. Por un lado, las vistas hacia la zona de Meiringen, y, por el otro lado, las mucho más dramáticas siluetas del Schreckhorn, el Eiger y el propio Wetterhorn, bajo el que nos hallamos. Aquí el Eiger no es tan protagonista como en Kleine Scheidegg. Aparece más lejano, más evasivo, pero siempre inconfundible con su perfecta forma cónica, tan fina que pareciera de porcelana. Una sopa de gulasch en el restaurante de la cima del puerto y ya estoy listo para emprender los diez kilómetros de descenso hacia Grindelwald, no sin antes besar el suelo por culpa de la impaciencia por hacer una buena fotografía y del consiguiente resbalón. Consecuencias de estar más embelesado por el paisaje que pendiente del hielo. Nunca se puede bajar la guardia.
Por fortuna, a los pocos metros de haber iniciado la bajada desaparece el hielo. Una preocupación menos. Esta vertiente del puerto mira siempre hacia esa silueta del Eiger y las praderas vecinas. Y también a la vertiginosa pared del Wetterhorn, que quizá no sea tan famosa pero que desde la carretera se antoja realmente espectacular y complicada. Esta cara es menos tranquila que la otra, pasan más coches y bicicletas e incluso unos bacaladeros arruinan la paz del entorno con su aparato musical al volumen más elevado posible. En cualquier caso, un descenso rápido y vistoso, posiblemente no tan espectacular como el ascenso.
El hotel Wetterhorn marca el final del tramo teóricamente prohibido para coches y motos. Desde aquí hasta Grindelwald la ruta está más urbanizada y transitada. Disminuye la pendiente y surgen también aceras que ayudan al corredor y al peatón. Hay hoteles por todas partes, entre ellos el famoso Gletschergarten, en el que se hospedó Heinrich Harrer previamente a su asalto a la pared norte del Eiger. Un Eiger que, por cierto, ya se ha vuelto más próximo y se presenta mucho más cercano y menos tímido, dominando completamente la escena y relegando a un segundo plano a esos Wetterhorn, Schreckhorn y Fiescherhorn que no me han abandonado durante todo el descenso.
Estación de Grindelwald y fin de este recorrido de 27 kilómetros. Fui a Grosse Scheidegg siguiendo el rastro de un libro titulado Ascensiones Secretas o, más exactamente, de su evocadora portada, que traslada al deportista a un mundo paradisíaco e indescriptible de picos, roca, nieve y prados. Y eso es exactamente lo que encontrará cualquier corredor en el Grosse Scheidegg. Mientras los japoneses que abarrotan el tren que me devolverá a Interlaken en poco más de media hora enloquecen por fotografiar rebaños de vacas, contemplo por la ventanilla las últimas imágenes del Eiger, ese tótem inalcanzable que representó para los alpinistas de los años 30 una invitación a la imprudencia, al riesgo, al desprecio de lo imposible y, mucho más recientemente, una llamada a batir récords de velocidad. Quizá algo muy parecido a lo que sienten los participantes en el, pongamos por caso, Tor des Geants o en otros ultras semejantes. Aunque, por fortuna, estos tengan menos posibilidades de perder la vida.