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Corriendo por los Puertos Míticos(XXX): Kehlsteinstrasse, Alemania

Por Jorge González de Matauco para carreraspopulares.com

La incesante búsqueda de carreteras históricas tranquilas donde el tránsito de los vehículos no represente una molestia me llevó a descubrir una de las paradojas de esa ciencia llamada historia. Porque no es sino una paradoja el hecho de que un régimen de destrucción como fue el de la Alemania de los años 30 alumbrara una de las más asombrosas y audaces obras de ingeniería que se pueden visitar en Europa. Es la carretera que asciende hasta la llamada Kehlsteinhaus o casa Kehlstein, más conocida como el Nido de Águilas de Hitler, concebida por Martin Bormann, uno de sus secuaces más importantes, como un regalo para el Führer que hiciera las funciones de Casa de Té. Pero para ascender hasta allí había que construir un camino en un tiempo récord, para que todo, mansión y carretera, pudiera ser presentado al líder como un regalo por su quincuagésimo cumpleaños, según reza la creencia popular. Fritz Todt, el nombre del ingeniero jefe, culminó el proyecto en poco más de un año, entre 1937 y 1938, una verdadera hazaña si reparamos en la accidentada orografía del terreno, el rigor del invierno, las frecuentemente adversas condiciones meteorológicas de la zona, los accidentes y avalanchas, y las rudimentarias herramientas de la época, que tenían que ser acarreadas sobre sus hombros por los 3.800 obreros y porteadores empleados, en su mayoría albañiles austriacos, checos, alemanes e italianos especializados en piedra y que utilizaban taladros, martillos y cinceles para trabajar sobre la roca.

Berchtesgaden, en plenos Alpes alemanes, apenas a un puñado de kilómetros de la frontera con Austria, será el punto de inicio de mi carrera hasta el Nido de Águilas. Se trata de una agradable localidad alpina con muchos edificios decorados con bellas pinturas y que presume de la Sonnenpromenade, un paseo-balconada sobre las montañas vecinas desde el cual puedo contemplar la montaña Kehlstein con su famosa casa y, por tanto, la magnitud del esfuerzo que me espera: 11 kilómetros desde los 700 metros de altitud de Berchtesgaden hasta los 1.834 del lugar donde fue construida la casa. Desde mi hotel he de bajar hasta la carretera principal en dirección Salzburgo y desviarme a los pocos metros hacia la derecha por la llamada Obersalzbergstrasse. Es el verdadero comienzo de la subida.

Y es un comienzo realmente complicado. Se trata de una carretera ancha, con dos carriles y abierta al tráfico, muy arbolada y con pocas vistas, y que va alternando pendientes realmente extenuantes con falsos llanos donde se puede recobrar el aliento y el ritmo. Al bajar veré una señal que indica que en los primeros 600 metros la pendiente se mantiene en un prohibitivo 24%. No creo que fuera tanto y, en cualquier caso, todavía estoy fresco y subo corriendo. Pasado el primer kilómetro y medio encuentro una segunda pared y otra hacia el tercer kilómetro. En estas ocasiones, con tanta inclinación, he de recurrir a caminar, mal que me pese por tener que hacerlo tan pronto. Después de 3,5 kilómetros termina este primer tramo. Estoy en el Obersalzberg, un idílico rincón alpino donde los jerarcas nazis construyeron sus mansiones privadas llenas de búnkeres (el Berghof de Hitler fue su segunda sede de gobierno), además de expropiar y modelar hoteles y residencias para sus visitantes y guardias, todo ello con vistas al Untersberg, una de sus montañas fetiche. Actualmente lo que más destaca es un museo o centro de documentación que recuerda la historia de aquellos funestos años.

En Obersalzberg, en el aparcamiento de autobuses más exactamente, nace la verdadera carretera de ascenso al Nido de Águilas, de 6,5 kilómetros. Conozco que está cerrada a

todo tipo de vehículos, salvo los autobuses oficiales, pero me encuentro un contratiempo inesperado. La carretera también está cerrada a los peatones. Así lo indica una señal plantada en el primer metro de la calzada, para que no quepan dudas. Siendo así, la única forma de acceso legal a la Kehlsteinstrasse sería en autobús. Me detengo a pensar (y descansar) unos minutos. Finalmente decido que no he llegado hasta aquí para subir en autobús, sino corriendo. No sé lo que me voy a encontrar; quizá alguna caseta donde me impidan el paso, quizá algún tipo de control, quizá alguna ronda policial, o quizá alguna multa cuantiosa, dado que los alemanes tienen fama de ser muy serios con las normas. O quizá, absolutamente nada. Solo sé que cada veinticinco minutos parten desde arriba y desde abajo los convoyes de autobuses, que a veces son cinco y a veces seis. Así que siempre tengo en la cabeza el cálculo del tiempo en que me cruzaré con ellos. Y en caso de hallarme un problema, siempre podría alegar que me he perdido. ¡Adelante, entonces!

Me interno en la carretera cuando ha partido el convoy de autobuses. Paso junto a una caseta vacía y dejo a la izquierda la entrada hacia el lujoso hotel Kempinski. La carretera sube ahora entre bosques de pinos y abetos, es muy estrecha, apenas cuatro metros, y es aún más empinada que en el tramo anterior. Casi siempre con porcentajes superiores al 12%, honestamente no me es posible correr demasiado. Paro y arranco, arranco y paro, y así continuamente. Al principio, la carretera se cruza con el camino de montaña que asciende dando rodeos, pero pronto me topo con otras dos señales que confirman la prohibición para peatones y ciclistas y la reserva de la vía para los autobuses. Cuando los oigo llegar, o sospecho que están cerca, me aparto hacia el borde herboso y me hago el despistado. Nada ocurre, quizá esté exagerando con el alcance de la prohibición, pero, desde luego, es una medida de precaución indispensable, porque los autobuses ocupan todo el ancho de la calzada. De todas formas, cuando ya han pasado los cinco o seis de cada convoy, el placer de poder correr por esa carretera y tener la exclusiva de disfrutarla es absolutamente inolvidable.

Y más aún cuando a falta de poco más de tres kilómetros para la cima llega el plato fuerte de la subida, es decir, los túneles y las panorámicas. El primer túnel es el más largo, casi 300 metros, y correr por él se convierte en una experiencia casi surrealista, debido a la sensación de humedad y de frío, al tacto del empedrado bajo los pies y al eco de las pisadas. En los bordes incluso hay una pequeña acera a la que apartarse si vinieran los autobuses. Pero es que, en esos tres kilómetros se concentran hasta cuatro túneles más excavados en la roca. Los restantes son muy cortos, y dos de ellos están también empedrados. Por si fuera poco, a partir de la cota de altitud 1.300 se abren panorámicas asombrosas sobre la cadena montañosa opuesta y un lago majestuoso de nombre Königsee. El Watzmann y el Hochkalter son las cumbres más conocidas y también fueron reverenciadas por el régimen nazi. Surgen más adelante un par de bellas curvas de herraduras, una rareza en esta subida tan pronunciada llena de tramos rectos.

Por fin alcanzo el aparcamiento de autobuses de la cima. Ahora hay dos opciones para llegar hasta la casa: un estrecho y también asfaltado camino peatonal de 800 metros o un lujoso ascensor excavado en la montaña, también recuerdo de la ingeniería alemana de los años 30. Como no puede ser de otra forma, elijo la pista y continúo corriendo hacia la cima de la montaña Kehlstein, marcada con una cruz en la que toca un violinista vestido de bávaro. Luego visito el famoso Nido de Águilas, hoy convertido en restaurante, pero que aún conserva ciertas reliquias de la época de su construcción, como una chimenea de mármol regalada a Hitler por Mussolini. La vista sobre los valles y la cordillera alpina es realmente imponente, pero el lugar está repleto de los turistas

que van trayendo y llevando los autobuses, y eso que estamos en el último día de septiembre.

Aún sobrecogido por los paisajes y los recuerdos históricos emprendo el descenso recorriendo exactamente el mismo camino que en la subida, volviendo a contemplar mientras corro las verticales paredes de piedra, los sorprendentes túneles, los vertiginosos acantilados y los majestuosos parajes, y repongo fuerzas al llegar a Obersalzberg, aquel reducto de belleza natural donde se tomaron tan graves y desastrosas decisiones para toda la humanidad.

Para saber más: www.kehlsteinhaus.com/

SOBRE EL AUTOR

Jorge González de Matauco
Autor del libro “En busca de las carreras extremas“


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