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Corriendo por los puertos míticos (XXVIII) Galibier, Francia

Por Jorge González de Matauco para carreraspopulares.com

El Galibier es uno de los gigantes más afamados de los Alpes. Desde que en 1911 fuera incluido por primera vez en el recorrido del Tour de Francia se han cantado las glorias y las batallas ciclistas que han conocido sus rampas. Lo que quizá no sea tan conocido es que el Galibier debe su existencia al sonido de tambores de guerra en la frontera franco-italiana y a la construcción de una serie de rutas estratégicas que permitieran la comunicación entre los Alpes del norte y del sur con vistas a una posible movilización militar de Francia contra Italia. La obra, llevada a cabo fundamentalmente por la infantería alpina del país galo, no finalizó hasta finales del siglo XIX. Antes de esos trabajos, cuando no era más que mal camino, el Galibier era feudo de contrabandistas, aventureros y botánicos. Y luego, su inclusión en el Tour y en la Route des Grandes Alpes, que recorre la cordillera desde el lago Leman hasta el Mediterráneo, fomentaron el turismo y su entronización como uno de los puertos más icónicos de Europa.

Desde que comenzó esta aventura por los puertos míticos, siempre había tenido en mente el Galibier como uno de los destinos obligatorios, así que año tras año buscaba una carrera que recorriera sus celebérrimas rampas. Solo encontraba una, el Trail del Galibier, y la descartaba por tratarse de un recorrido fuera de la mítica carretera, aunque atravesaba la cima del puerto y transitaba por Plan Lachat, donde se inicia la parte más exigente de la subida. Hasta que, finalmente, este año me rendí a la evidencia y me inscribí en el trail. Así al menos podría conocer los alrededores y la propia cima del Galibier. Mejor eso que nada, pensé. Pero cuando recogí el dorsal y contemplé en un mapa el recorrido del trail, comprobé que no se adaptaba a mis características. Me gustan las carreras de montaña, pero últimamente hay muchas que presentan grandes kilometradas sin sentido, con el único afán de aumentar distancias y dificultad, así que progresivamente me he ido apartando de los ultras y maratones para buscar pruebas con recorridos lógicos, más cortos y poco técnicos. En el Trail del Galibier, los 46 kilómetros de distancia incluían, en mi opinión, algunos bucles de poco interés y algunas partes abandonaban los senderos para adentrarse en zonas “muy técnicas”, según la organización. Además, había tres cortes de tiempo, eran mucho más exigentes de lo que yo esperaba y, por tanto, dada mi lentitud en estos terrenos y que siempre pierdo tiempo sacando algunas fotografías, corría el riesgo de que me excluyeran de la prueba demasiado pronto. Estos descubrimientos me causaron cierta desmotivación, pero aun así realicé todos los preparativos para la carrera antes de irme a dormir.

Sin embargo, mientras daba vueltas en la cama, inquieto y sin conseguir coger el sueño, tomé una decisión definitiva: ascender por la carretera en solitario y luego descender por los caminos aprovechando las marcas del recorrido del trail. Y de paso, ganar una hora más de sueño.

Hasta aquí la explicación casi filosófica de por qué me olvidé del trail y a las ocho de la mañana, con doce grados de temperatura y cielo completamente azul, salí de mi hotel en la estación de esquí de Valloire y me dirigí hacia la carretera del Galibier por la rue des Grandes Alpes, hasta llegar a un puente donde puse el cronómetro en marcha y empecé a correr. Precisamente los primeros metros reúnen algunas de las rampas más duras. Cada kilómetro está marcado con hitos que indican la distancia a la cima, la altitud y el desnivel, y el primer hito marca un 9% de media. Pero al paso por la localidad de Les Verneys, el perfil suaviza durante varios kilómetros y comienzo a sentir el placer de correr por semejantes parajes en un día tan soleado y fresco. Porque si alguien piensa que subir en solitario un puerto como el Galibier es aburrido está completamente equivocado: intercambio ánimos con algunos ciclistas, impongo un ritmo no demasiado exigente que me permite contemplar el paisaje montañoso con la mole del Grand Galibier al fondo, me paro a hacerme algunas fotos con el disparador, me entretengo leyendo los nombres de ciclistas pintados en la carretera como recuerdo del paso del último Tour y disfruto del hecho de que, al menos de momento, tampoco hay demasiado tráfico. He decidido circular por la derecha porque me parece que hay mucho menos peligro. Si lo hiciera por la izquierda, como marca la norma, correría el riesgo de ser arrollado en las curvas ciegas por vehículos (coches, motos y bicicletas) que bajan lanzados en sentido contrario. Por la derecha no existe ese riesgo. Únicamente un conductor me grita algo, seguramente me increpa, pero no me importa. El resto respeta mi opción tanto como yo la suya. La carretera es suficientemente ancha como para que quepamos todos. Por si fuera poco me voy cruzando con los participantes en el trail. No me dan ninguna envidia, y seguro que yo a ellos tampoco.

Bonnenuit es la última aldea con habitantes permanentes. A su paso surgen un par de curvas de herradura que anticipan un kilómetro mucho más duro, con rampas del 14%. La pendiente me permite incluso ir detrás de un ciclista que no consigue despegarse hasta llegar al siguiente kilómetro. El siguiente hito marca nueve kilómetros para la cima y precede a un falso llano que me conduce hasta Plan Lachat. Por aquí han de pasar los participantes en el trail, pero todavía no ha llegado el primero, pese a partir una hora antes que yo. Como digo, cosa de los bucles y rodeos que van dando. Espero un buen rato hasta que pasan los líderes y reanudo mi marcha. Es sabido que Plan Lachat es como el campo base del verdadero Galibier. La carretera alcanza la cabeza del valle, cruza un arroyo y se interna en zigzag hacia un terreno hostil con apariencia lunar. Y así es. A partir de aquí, al mismo tiempo que la ascensión se complica, va apareciendo un panorama sobrecogedor, con picos desolados y áridos, con protagonismo especial para las Roches de Grand Paré, que se asemeja a una cordillera llena de agujas. Algunos fotógrafos se han instalado estratégicamente para captar el paso de los cicloturistas con el telón de fondo de ese magnífico paisaje y luego poner a la venta esas imágenes en sus páginas web. Aunque algo sorprendidos por la presencia de un corredor, reaccionan pronto y me convierten, gustosamente por mi parte, en blanco de sus disparos.

Consigo correr sin pararme hasta que faltan cinco kilómetros para la cumbre. Es poco antes del paso por Les Granges del Galibier cuando las piernas ya no responden y tengo que andar por primera vez. También la altitud, que ya supera ampliamente los dos mil metros, comienza a hacerse notar. Les Granges de Galibier es menos que una aldea, un grupo de casas de piedra con un bar, anuncios de venta de quesos y el inevitable monumento a Pantani, cuya victoria en la general del Tour de 1998, el del caso Festina, se gestó en estas rampas. Alternando carrera con marcha, llego al último kilómetro, junto al túnel de 365 metros de longitud por el que se descendía hacia la vertiente opuesta hasta 1979, cuando la carretera se alargó hasta la cumbre del puerto debido al peligroso mal estado en que se hallaba el túnel.Y es sin duda ese kilómetro añadido el más penoso de toda la ascensión. La carretera se estrecha y se empina decididamente, y siento dolor en los peroneos. Por fin consigo coronar en un tiempo, para los más curiosos, de dos horas y veinticinco minutos para recorrer los 17,5 kilómetros que marca mi pulsómetro, con un desnivel positivo de 1.215 metros de altitud, desde los 1.430 de Valloire hasta los 2.645 del Galibier.

Como no tengo prisa me detengo algunos minutos para disfrutar de la asombrosa panorámica que regala la cima del Galibier. Unas vistas excepcionales sobre la carretera que acabo de ascender con el telón de fondo del Mont Blanc, y, al otro lado, las soberbias apariciones del macizo de los Ecrins y el glaciar de la Meije. Todavía más a la izquierda, las magníficas Aiguilles d´Arves. Una delicatesen para los sentidos. Luego comienzo a seguir las marcas naranjas con las que se ha señalizado el trail. Los participantes ya llevan 31 kilómetros, 14 más que yo, y han pasado por lugares como el campo militar de Rochilles, que formó parte de la línea Maginot, el col de Cerces y el Petit Galibier. Puesto que he pagado religiosamente mi inscripción y que los caminos son públicos, en realidad es como si me hubiera retirado de la carrera y continuara el rumbo para regresar a Valloire. A pesar de todo me siento un poco como si fuera un intruso. Lo único que hago en los controles es reconocer abiertamente que no llevo dorsal (ne pas numero, o sea, no llevo número, es la frase que tengo que repetir no menos de quince veces). El controlador únicamente se sorprende y sonríe, sin aspavientos de ningún tipo.

Y la verdad es que el primer tramo de descenso confirma que el cambio de planes ha constituido una sabia decisión. Un cartel de peligro da paso a una cuesta vertiginosa llena de arenilla donde frenar es casi imposible. Luego otra bajada aún más complicada y pedregosa. Por fortuna, no tengo ninguna prisa y cedo el paso a todos los que adelantan, que se sorprenden y me dan las gracias. Más senderos herbosos, estrechos y retorcidos, con alguna advertencia de prudencia señalizando los cortados, preceden a la llegada a una pista y al paso fácil de varios arroyos. El escenario es magnífico, siempre con el acompañamiento de varias cordilleras, como la Roche Olvéra y la Crête d´Argentière. Un sendero dejando a la derecha el río Lauzette, en medio de un precioso circo de montañas, desembocará en la localidad de Bonnenuit, que ya conozco. Un último bucle muy arbolado conducirá hasta Valloire y sus casas de piedra con balconcitos y persianas de madera. A cien metros de la meta me desvío por la calle adyacente para que nadie me acuse de intentar engañar a la organización. Los 15 kilómetros de descenso me han llevado casi tres horas, prueba de la tranquilidad con la que me lo he tomado.

El Galibier es un puerto especial, y especial ha sido también la forma de conquistarlo (los puristas dirían que incluso estrambótica). Realmente los corredores que sentimos cómo se nos dispara la adrenalina al ponernos un dorsal a veces no apreciamos las recompensas de correr a nuestro aire y a nuestro ritmo por un paisaje deslumbrante, sin agobios de tiempo ni de clasificaciones. Esta subida al Galibier me ha demostrado que se puede disfrutar igual e incluso más corriendo fuera de una carrera. Eso sí, tu nombre no aparecerá en las clasificaciones ni tendrás una medalla más que guardar en el cajón. La única recompensa será la satisfacción y el recuerdo de haber pasado un gran momento haciendo lo que más te gusta en medio de paisajes asombrosos e históricos. Y eso tiene un gran valor.

SOBRE EL AUTOR

Jorge González de Matauco
Autor del libro “En busca de las carreras extremas“


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