Corriendo por los puertos míticos (43): Mount Evans, Colorado, Estados Unidos
Por Jorge González de Matauco para carreraspopulares.com
En Estados Unidos, Colorado es conocido como el Estado de las Montañas Rocosas. Nada menos que 54 de sus cumbres llegan a alcanzar una altitud de 14.000 pies (4.270 metros). Así que, como no podía ser de otra manera, las montañas se han constituido como su principal atracción. Cimas grises y austeras, decoradas por glaciares y vientos gélidos, que atraen a senderistas, campistas, ciclistas y corredores. Montañas que son sede de algunas de las carreras más apasionantes de los Estados Unidos, como el Pikes Peak Marathon, en el área de Colorado Springs, que completé en mi primera visita a la zona, allá por agosto de 2009.
No es menos seductor el reto que supone el Mount Evans Ascent, la prueba que me ha traído hasta aquí esta segunda vez. Que nadie busque una carrera por asfalto a mayor altitud en toda Norteamérica, porque no la encontrará. El monte Evans es a Norteamérica lo que el Veleta es a Europa, o sea, la carretera que alcanza mayor altitud en todo el continente. Pero si la subida al Veleta termina a 3.390 metros de altitud, el Mount Evans Ascent se inicia casi a esa misma altitud (3.230) para concluir en la cota 4.347. Con esos argumentos es fácil deducir que se trata de una carrera que posee unos condicionantes especiales y únicos, marcados más por la elevada altitud que por la distancia (23,3 kms).
La construcción de la carretera al monte Evans no fue completada hasta 1930, no sin polémicas y parones, y fue fruto de la rivalidad entre Denver y Colorado Springs. Si los segundos levantaron la carretera al Pikes Peak, los primeros no quisieron ser menos y construirían la calzada hasta el monte Evans, solo unos cuantos metros más alto, con el fin de suponer una atracción turística aún mayor. Denver es la capital de Colorado y el mejor lugar para alojarse pensando en la carrera. Conocida por el sobrenombre de The High Mile City, por su altitud exacta de una milla (1.609 metros) sobre el nivel del mar, su corazón es la calle 16th. Paseando por ella y observando cómo discurre la vida un día cualquiera, quizá no sería muy aventurado decir que es la típica ciudad del Medio Oeste americano, con calles en cuadrícula, de población mayoritariamente blanca y con apariencia conservadora, a pesar de la presencia de miembros de Hare Krishna, de tipos estrafalarios que vociferan sin sentido o de grupos de hippies junto al Capitolio.
El lugar de salida del Mount Evans Ascent se sitúa a 48 kilómetros de Denver. He colgado un mensaje en la página de Facebook de la organización por si algún atleta o voluntario tenía un asiento libre en su coche, pero nadie ha contestado. No hay ninguna opción de transporte público, así que únicamente me queda una posibilidad: el taxi. A las 4.00 de la mañana me viene a recoger un taxista que no sabe hacia dónde nos dirigimos (el nombre de Echo Lake Lodge, lugar de reunión para la salida, le suena a chino). Finalmente consigue ubicarse y atravesamos calles poco iluminadas hasta alcanzar la autovía y tomar el cruce hacia la carretera del monte Evans en la pequeña localidad de Idaho Springs. Antes de las cinco llegamos a nuestro objetivo, donde ya se han reunido los atletas más madrugadores. Aún es de noche y hace un frío tremendo, lejos de la agradable temperatura nocturna de Denver, lo que obliga a estar en movimiento con el fin de no quedarse congelado. Como la carrera no se inicia hasta las seis y media, dispongo de una hora y media para contemplar la salida del sol sobre el lago Echo, recoger el dorsal y la bolsa del corredor y hacer alguna fotografía. Y también para leer algo sobre la historia del nacimiento del Mount Evans Ascent. Una prueba que surgió en el ya lejano 1971 y contó con solo 17 participantes, de los que 15 consiguieron terminar en el tiempo límite de tres horas. Por fortuna para mí, hoy en día ese tiempo se ha ampliado hasta cuatro horas y media.
Con cinco minutos de retraso, después de una breve charla por parte del organizador, a las 6.35 la carrera queda lanzada. Y ya desde los primeros metros noto que la sensación predominante es la de ahogamiento. Nada había sentido estando parado o caminando durante la hora anterior, pero en cuanto echo a correr me empieza a faltar el aire. Así queda claro que esta va a ser una prueba adecuada para los atletas locales adaptados a la altitud, pero no para aquellos que vivimos a nivel del mar. También hay buenas noticias; la carretera está completamente cerrada al tráfico y las rampas oscilan entre el 4 y el 6% durante casi toda la prueba, por lo que la pendiente no representará un problema añadido. Me fijo en que, en los puestos en los que me muevo, la presencia femenina es abrumadoramente mayoritaria, un rasgo peculiar de las carreras de Estados Unidos. Los primeros kilómetros discurren entre bosques de abetos, hasta que la línea de vegetación va desapareciendo hacia el kilómetro 4,5 y las vistas empiezan a ser más espectaculares. Medio kilómetro más adelante compruebo que mi carrera continua también comienza a desaparecer a la misma velocidad. Intento mantener la disciplina corriendo 150 metros y caminando 50, que me sirven de descanso. Y así se van sucediendo kilómetros donde surge un fuerte viento entre las primeras paredes de nieve y unas rectas inacabables.
A semejante altitud y siempre cuesta arriba, se agradece de veras la primera gran oportunidad de volver a sentirse alguien que está compitiendo en una carrera. Y esa ocasión llega pasado el kilómetro 13, con casi dos kilómetros de descenso hasta el Summit Lake, otro de los incontables lagos idílicos ubicados entre las abruptas paredes de las Rocosas. ¡Que gusto correr con menos dificultad! Pero, a partir de entonces, y salvo otra bajada más corta justo antes del kilómetro 18, la sensación será la de ir arrastrándose. Donde me encuentro, superada la barrera de los 4.000 metros, ya nadie corre. Todo el mundo se conforma con desplazarse lo más rápidamente que puede. Por si fuera poco, el paisaje se ha convertido en marciano, completamente marrón y desolado, y repleto de voluminosas piedras. Así que los últimos kilómetros se convierten, por un lado, en un calvario que parece ser interminable, y por otro, gracias a que el tiempo es seco y soleado, en una imponente sucesión de panorámicas de montaña marcadas por revueltas y rectas que atraviesan el erial pedregoso entre fuertes ráfagas de viento.
En la cima hace frío y aún más viento. Varias furgonetas de quince plazas están recorriendo la carretera para bajar a los corredores al punto de partida, pero aun así el tiempo de espera es largo. Quien más quien menos aprovecha para fotografiarse junto a la placa que marca la altitud. Efectuado el descenso y repuestas las fuerzas con la frugal comida preparada por la organización, hay algo que me preocupa más. La gente se está ya marchando y aún no tengo transporte de vuelta. Como no me espabile me quedaré a dormir con las marmotas. Expongo el tema a una de las chicas de la organización que parece más decidida, e inmediatamente grita pidiendo una plaza libre en algún coche que se dirija a Denver. Enseguida llega la reacción de Greg, uno de los conductores de furgoneta que han subido y bajado la carretera transportando a los corredores y a sus bolsas, uno de esos voluntarios que olvidamos habitualmente cuando participamos en una carrera y pensamos que todo está preparado como por arte de magia.
Greg habla un inglés académico, difícil de encontrar en Estados Unidos y me cuenta la tensión que ha pasado por el miedo a sufrir un accidente transportando a los corredores en la furgoneta. También me informa de que el primer clasificado se ha quedado exactamente a ocho segundos del récord de la ascensión, que ostenta desde 2008 el gran Matt Carpenter, con 1 hora 37 minutos 01 segundos en esos 23 kilómetros. Y gracias a que le comento que voy a escribir este reportaje sobre la carrera, se ofrece a llevarme hasta la puerta de mi hotel. Un gran final para esta aventura atlética por la carretera más alta de Norteamérica.
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